La experiencia es un grado. O tal vez dos.
Una vez me encontré
compartiendo mesa con un octogenario sabio y culto, acostumbrado a las
ponencias y al estrado. Su conversación estaba llena de poso, de significancia
profunda. En algún momento de su vida adoptó la técnica del acróstico para sus
ponencias. Cuando te encuentras con alguien así no puedes hacer menos que
prestar tu oído, porque todo lo que destila de esas personas es oro puro. En la
sobremesa, y después de una buena comida nos dijo: “El buen café debe ser Caliente,
Amargo, Fuerte y Espeso”. Aquel hombre, como buen Galés, hablaba despacio, con
cierta calma, como midiendo las palabras; con la tranquilidad del que tiene el
trabajo ya hecho y con flema inglesa; con reposo de té de las cinco, pero
tomaba café.
El café es una bebida mística que hemos domesticado, pero
guarda su poder y sus cualidades casi intactas. Dos mil doscientos cincuenta
millones de tazas de café se consumen al día en el mundo, y aún así no conseguimos banalizarlo.
Y es que, en cada una de sus multiples formas, el café siempre es algo
especial.
El café de la media mañana. Una brecha
en el espacio tiempo para desconectar y retomar fuerzas. Un breve momento para
ti. Tuyo. Que te reorienta, te redirige, te enfoca. Un respiro rutinario que
rompe la rutina.
El café postprandial. El café que
combina con el mejor postre: la sobremesa. El café que muchas veces viene
seguido de un segundo café, porque, ya que estamos sentados, juntos y
charlando, vamos a estirar un poco el tiempo con otra taza.
El café de la media tarde. Que algunos
ya prefieren menos cargadito, o directamente descafeinado.
El café de la noche. Cuando la noche está
comenzando, sean las once, las doce o las tres de la mañana.
El café del reenganche. Te lo tomas
cuando hace 24 horas que no duermes y esperas aguantar otras 12.
El café del estudiante. Que se hace a
primera hora y dura todo el día. Que mancha los apuntes de Fisicoquímica, y que
consigue mantenerte centrado.
El café del que tiene prisa. Quema la
boca y arde en la lengua –la próxima vez
lo pido templado-
El café del que no tiene prisa. Que se
toma lentamente, se sabore y nos conecta inconsciente mente con las leyes del
hedonismo más primario –me tomo un café,
simplemente por quiero, porque me hace disfrutar de un momento agradable.-
El café de las cosas importantes. Ese
que te tomas como excusa para charlar con un amigo. Que acompaña historias, que
moja churros, que aromatiza conversaciones trascendentes e intrascendentes.
El café del futuro un tanto incierto. Ese
que acompaña tus reflexiones, que colabora en tu enfoque, que tomas cuando hay
elegir un camino.
El café que deseas y no siempre tomas. El
que quieres tomar con todos los amigos que hace tiempo que no ves. Que siempre
nombras, pero que no siempre cumples.
El café es una bebida mágica. Su color oscuro, su potente
aroma, su inyección de energía. Un café puede dar sentido a toda una mañana, o
puede llenar de significado una tarde. Un café cuando estás solo significa
reflexión, y cuando estás con amigos aporta una chispa. Un café es una pausa en
el camino, un recuentro con tu yo pasado y todos los cafés que ha tomado. Un
salto temporal hacia lo intemporal.
Tomarse un café, aunque sea en un Starbucks, siempre es una
cosa bien hecha, un momento para disfrutar. Te invito a que, en tu próximo café,
te pares un segundo a pensar en su significado, en la cantidad de veces que te
ha ayudado, que te ha acompañado. Hay que disfrutar de las cosas pequeñas, de
las de todos los días.
Ahora mismo, lo que más me apetece es tomarme un buen café
contigo.
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